No cabe la menor duda de que somos capaces de cometer los más horrendos crímenes. De un simple tirón de palanca un aviador pudo llevarse al otro lado de la existencia –o sea, la no-existencia– a decenas de miles de personas: madres, niños, tíos, hermanos. Por las ideas cualquiera justifica el asesinato y la tortura de otro ser humano.
Por esto, conmueve hasta los huesos las hazañas nobles y desprendidas de seres humanos entregados a la salvación de otros. Estos seres, que hoy toman la nacionalidad chilena, merecen toda mi admiración y respeto. Sinceramente, nunca pensé que un minero me sirviera alguna vez de modelo y me provocara un enorme orgullo de ser su contemporáneo. Luis Urzúa y Manuel González son nombres que deberían decirse en plural.
El rescate de los 33 mineros chilenos es una enorme y magnífica obra humana. Superior a las 7 maravillas del mundo, los rascacielos y el cableado submarino. Cada uno de esos hombres me hace pensar en la potencia del ser humano; en lo que podemos ser si queremos darle todas las mayúsculas a nuestra naturaleza HUMANA.
Estas personas son las que me hacen creer en el ser humano, a pesar de las horrendas noticias. Apuesto que esas personas hubiesen rescatado a los mineros con o sin atención mundial. Y aunque hoy no son anónimos, nos recuerdan en cierto modo a aquellos que lo siguen siendo.