Antes de la luz, estaba la voz que la proclamó. Sin la voz, todo lo que nos queda son las vivencias crudas, experiencias sensoriales, afectivas, nocionales. ¿Es acaso posible la racionalidad sin esa voz? ¿Cómo «entender», en el más inteligible sentido de esa palabra, la vida que pasa ante nosotros? Pareciera que sin lenguaje, sin esa voz que denota —aunque eso está por verse— una estructura complejísima de «sentidos», anduviésemos perdidos, estando sin estar, siendo sin conciencia de estar y del por qué estar.
La voz es el «a priori» que significa todo. La voz está presente en cada enunciado, duda, exaltación, furia autoritaria o simple aspaviento. Aún con ello, la voz es la criatura más olvidada —en ocasiones despreciada— del mundo de las ideas racionales. Se dice de todo, como si los enunciados volaran sueltos, como si los universales fuesen nociones animadas, flotantes en el mundo físico, como en el mundo intelectual. Se hace el intento fallido de decir «bondad», «blancura», «pensamiento», sin considerar la voz que lo emite.
Y ciertamente, la voz se identifica con la expresión dicha. Es la expresión su producto como su potencia manifiesta. Es la expresión una instancia elementalísima de su compleja, variada, múltiple y contradictoria sustancia. Podría decirse —aunque con algunas aclaraciones de antemano— que la voz corresponde al «yo» que dice. Es la voz misma la que se reconoce y pronuncia «yo, esta voz que habla o escribe…». Como variante de un ya ajado camino alfombrado, la voz puede explayarse y otorgar al mundo el «Hablo, luego existo».